LOS CHANCHOS . un cuento de MIGUEL SIVESTRINI
Como todo pueblo provinciano aquel era habitado sólo por gente buena.
Albañiles, carpinteros, maestros y maestras, costureras, todos humildes laburantes, que seguían las enseñanzas de la Biblia, base de todas las religiones que sus cultos ofrecían en los días de fiestas de guardar. Las palabras de San Pablo habían hecho carne en aquellas mentes simples: “Cosecharás lo sembrado y sólo de ello te alimentarás.”
Así era muy común que cada casa se convirtiera en un erial y en cada fondo reverdecieran en amplias parcelas las lechugas, las acelgas, los rojos rabanitos, las largas chauchas, zapallos y zapallitos y muchísimas más, sin usar ningún agroquímico que provocara problemas estomacales o diuréticos. Toda comida sana y fresca. Si el terreno era un poco más grande criaban gallinas y patos y hasta chanchos para comer de vez en cuando, algún gordo lechoncito, bien adobado cocinado en el hogareño horno de barro.
El pueblo era chico -una villa- sin alcanzar todavía la categoría de ciudad por reducidos habitantes. Todo muy tranquilo. Al atardecer la mayoría de la gente sacaba sus sillas y sillones a la vereda y allí se sentaban a tomar fresco en los calurosos anocheceres del verano.
Todos se conocían y saludaban:
- ¡Adiós!
- ¿Qué tal?
- ¿Cómo anda la patrona?
No había ningún teléfono, ni celular ni fijo, salvo el de la antigua oficina del telégrafo. No había tampoco televisión y por ende se desconocía la internet.
Alguna que otra radio trasmitía los partidos del futbol capitalino o algún programa de tangos y sólo las noticias no trágicas u horrendas. Diario no había y por lo tanto ni pseudos periodistas, vendidos y vanales.
En ese pueblo todo era paz, alegría, bondad…
Hasta que un día por desgracia llegaron los hombres malos.
No fue una invasión masiva; no. Vinieron de a poco. Hoy uno, mañana dos y así.
Muchos políticos, interesados y mentirosos, abogados ídem, contadores espurios, médicos fallutos, es decir, una caterva que se fue haciendo dueña del lugar.
Hasta comerciantes vinieron; los peores. Su dios tutelar, desde la antigüedad es Mercurio, El mismo de los ladrones. El patrón de todos ellos en esa ya ahora ciudad era el mismo de uno de los conquistadores españoles que a esta América llegaron acompañando a Hernán Cortes: Concha y Oro. Mandaban el sexo y el dólar. Dominaban todo. Principalmente a la nueva juventud, sin ideales ni metas futuras, que así se fue envileciendo. Primero las bebidas, después las drogas, la marihuana, la cocaína y todas las otras, obnubilantes y destructoras.
¡Qué triste este mundo nuevo! ¡Pobres ellos y los antiguos pobladores!
Ahora mandaban los hombres nuevos, los malos, que se habían apoderado del gobierno.
Había intendente, concejales, diputados, senadores y todos los chupamedias adheridos, pegados, al mandón de turno, todos ellos corruptos.
Si hasta el mismo pueblo, ya ciudad, había cambiado. De los viejos edificios, obras maestra de la arquitectura nada quedaba, eran derrumbadas en pos de algo supuestamente mejor. El centro, asfaltado, estaba repleto de locales comerciales. Edificios de hasta más de diez pisos tapaban el sol de todos los días mañaneros. Y todos se parecían a sí mismo, sin identidad definida. Los nuevos niños, víctimas inocentes de la aparatologia no conocieron ninguno de los juegos clásicos de la niñez. Ni bolitas ni muñecas, ni barriletes ni rayuela, ni la cuerda ni los trompos. Todos igualitos: parecían, con tantos enseres electrónicos salidos, como alguien dijera, de una incubadora.
Pasaron los años. Siguieron los tiempos su destino marcado.
Del antiguo pueblo sólo quedaban dos habitantes: Doña Eulogia, una viejita bien centrada a pesar de sus casi cien años y el Francisco, el tonto, el simple, el bobo, el pavote, de su único hijo, ya hombre con muchos años encima. Ambos vivían ahora en las afuera, en los suburbios, en la destartalada casa que fuera de sus ancestros. Subsistían de sus productos, eran muy reconocidos y apreciados por los nuevos ricos que sabían de su calidad natural. Dos días a la semana llegaba a la ciudad con sus mercaderías.
Muchas veces lo acompañaba doña Eulogia en su recorrido pero no era muy querida y apenas tolerada por los clientes porque era vejestorio protestona que no se callaba por nada. Jodia con sus interminables y criticonas charlas, por más que muchas veces tuviera razón en sus protestas. Pero para sus destinatarios era un doloroso grano en el medio de las nalgas.
Hasta que un día los señorones decidieron que dejara de molestar.
En un Mercedes negro, cero kilometro llegaron a la chacra y cuando la anciana salió a recibirlos desenfundaron sus pistolas con silenciadores.
¡Se escucharon tres tiros!
-¡Plin! ¡Plin! ¡Plin…!
Y se acabó la protestona.
¿Qué hacer con ese incordio?
-¡Tirarla a los chanchos!
La respuesta fue pronta y unánime.
Así lo hicieron.
Y se fueron contentos por la misión cumplida.
Al principio los animales se asustaron.
Se acercaron al bulto olfateando.
-¡Hooomm! ¡Hooomm!
Pasito a paso se fueron arrimando y de pronto los instintos ancestrales motivados por el olor a sangre los empujaron y
¡Se la comieron!
Al rato ya blanqueaban los descarnados y frágiles huesitos.
Cuando llegó Francisco que había estado aporcando los maicitos, contento y silbando como siempre, nadie salió a recibirlo.
Buscó y rebuscó a su madre pero no la encontró, llamándola a los gritos:
-¡Mamaaa! ¡Mamaaa!
-Habrá ido a la ciudad- se dijo.
-¡Y bueno! ¡Via darle agua a los chanchos!
Cuando con la regadera llego al chiquero grande fue su sorpresa.
¿Y eso? ¿Qué era eso?
-Pero ¡Si son huesos! ¡Huesitos!
Los presentimientos se le hicieron realidad.
Su mente se retrotrajo a la presencia del auto que había visto llegar y a
los hombres que de él bajaron…
Se hizo la luz en su caletre.
-¡Ellos! ¡Sí! ¡Fueron ellos!
Entró desesperado a la pocilga y se entreveró con los animales
espantándolos a manotones.
Amorosamente, llevándolos hasta su pecho, uno a uno, fue juntando los despojos.
Entre el barro entrevió el cráneo pequeño.
Lo levantó con unción. Puso todo el desarmado esqueleto en una bolsa de nailon. Juntó y quemó las deshilachadas pilchitas que usaba ella y que en sus ataques destrozaran los cerdos.
Buscó una pala y la echó al hombro, llevando el bulto en la otra mano marchó a los lindes del terreno. Hizo un pozo profundo y enterró los despojos. Sin marcar con una cruz ese lugar ignoto.
Ya en rumbo hacia las casas juró vengarse. ¡Vengarla!
-Y, mama, voy a vengar su muerte! ¡Si, mama! ¡Lo juro por esta cruz!-
Besó sus dedos cruzados y alargó los pasos.
Quedó abstraído en sus pensamientos tristes, mudo. No se oyeron más sus silbidos.
Pasó el tiempo, inmutable.
Cuando, al fin, salió de su ostracismo y llevó a la ciudad sus canastas llenas de frescas verduras recién arrancadas algunos de los antiguos clientes le preguntaron por su progenitora él sólo les respondía;
-¡Allá está! ¡Allá está!
Iba mientras tanto, madurando su plan.
Vendió las seis chanchas madres, traidoras y asesinas y solamente dejó el gran padrillo overo, de casi trescientos kilos, convertido ahora en su solitario encierro en una casi bestia feroz de amarillentos curvos y afilados colmillos.
Había pasado más de una semana de la primera salida cuando se lo vió en la puerta de la antigua farmacia de don Raúl portando un botellón que contenía un líquido verdoso. Era “Venerumlat” un tóxico que tenia acciones alternativas, una inmediata y otra, ya seco, retardada.
Al idóneo y a los que por la calle le preguntaban rápido contestaba;
-Es veneno para los loros. Me están volviendo loco.-
Llegado a su casa se desvistió lentamente, quedó sólo cubierto por un arrugado calzoncillo, muy usado. Cuando entró al chiquero el padrillo hambriento se acercó a olfatearlo. Lo ahuyento con gritos:
-¡Fuera, chancho! ¡Fuera!
Presuroso desató el paquete y bebió todo el líquido.
Se sintió mareado y ya no pudo alejar a la bestia que lo embistió de frente volteándolo. Cayó entre estertores e inmediatamente murió.
Descontrolado se le abalanzó el animal, le clavó en la espalda los dientes agudos y comenzó a devorarlo.
A poco sólo quedaban los sanguinolentos huesos de Francisco.
Pasaron los días.
Cuando vino, como era costumbre, la visitadora social de la municipalidad no encontró persona alguna en la casa. Sólo flacas gallinas y un gran chancho al parecer muy hambriento. Los buscó por toda la casa llamándolos a gritos:
-¡Doña Eulogia! ¡Doña Eulooogiaaa! Francisco! ¡Franciiiiscoooo! ¡Soy yo, la María Teresa!
Como, por supuesto, nadie respondiera volvió a recorrer las habitaciones. También los patios y parte de la quinta.
Decidió entonces regresar a la ciudad y dar parte a su jefe. Así lo hizo y él dió cuenta a la Jefatura Central de lo que ocurría. Al lugar concurrieron el Jefe de Policía con algunos agentes, el Juez de Instrucción de turno, un Fiscal y como testigos dos vecinos. Labradas las respectivas actas, allí mismo decidieron las providencias a tomar. Se llevarían las aves para repartirlas entre los pobladores más necesitados que todavía quedaban algunos en los barrios más pobres y al chancho lo faenarían guardando en el frízer municipal la carne para algún otro destino.
Cumplidas las providencias regresó cada uno a sus cotidianas ocupaciones.
En los apurados trámites a ninguno se le ocurrió realizar un registro más profundo. De haberlo hecho hubieran encontrado enterrados y ocultos en el barrizal del chiquero el esqueleto de Francisco, con sus descarnados huesos y el mordisqueado cráneo. Claro que en una búsqueda minuciosa hubiera complicado el quehacer policial y el de los tribunales.
Los agentes fueron hasta el desvencijado galpón y trajeron dos grandes jaulas y en ellas encerraron gallinas y patos cargándolos en la camioneta de la repartición. Provisoriamente un agente quedaría como custodia deshabitado lugar. Los días pasaron. Las hojas del almanaque lentamente se fueron desprendiendo.
Continuó la diaria rutina. Salvo algunas pocas novedades todo seguía igual.
Al cerdo padrillo ya lo habían faenado, previa castración para disminuir el tufo propio de la especie. La carne sin las achuras estaba al frío correspondiente sin un cuarto posterior que llevó un obrero municipal, Don Andrés, que como buen campesino era experto, muy baqueano en esas lides para, previo tratamiento convertirla en una exquisita pieza de jamón ahumado.
Ya se aproximaba la navidad y los alcahuetes de siempre, decidieron en el sindicato homenajear a las autoridades. Así fueron preparando todo para el 20 de diciembre, fecha elegida para esas circunstancia. Las empleadas mujeres tuvieron a su cargo la confección y el reparto de las invitaciones, que
se distribuyeron entre los más importantes de la ciudad: Intendente, Concejales, empleados jerárquicos, diputados, senadores, otros políticos de moda, y periodistas.
Llegado el día el salón del sindicato lucía en todo su esplendor. Guirnaldas y luces por aquí y por allá. Toda clase de adornos. Si hasta un pesebre habían armado, con su niño, sus pastores, sus camellos. Y coronando la escena un árbol con diversos paquetes colgando de múltiples cintas y un enorme Papá Noel rojo y móvil, una verdadera joya de ingenio, fabricada por el ingeniero Don Carlos Chaves, jefe de la sección de electrónica.
Todo era muy lindo, vistoso y lujoso, como prolegómeno de la anunciada festividad. Con decir que ahí nomas, a la entrada, como un apetecible trofeo colgaba la mencionada pieza de jamón ahumado, producto de la eficaz solvencia culinaria de Don Andrés. Asu lado, en una fuente plateada estaban las tajadas de pan moreno y una filosa y recién estrenada cuchilla de brillante acero.
Como en estos casos cuadra cada invitado que llegaba cortaba la lonja apetecida, se servía el correspondiente complemento del pan y acompañado de una de las dos anfitrionas elegidas- rubia una, morocha la otra, ambas luciendo sus hermosos cuerpos y sus bellas piernas con sus diminutas minifaldas, lo acompañaba, entre sonrisas y sonrisitas cómplices, hasta el lugar asignado.
Al rato y ya completo el comedor comenzó la comilona. Se sucedieron los exquisitos platos. De entradas riñoncitos en trozos, a la Carmelatti, mondonguitos fríos con aderezos perij ñeros, matambre a la pucherola y rosbif con papas doradas.
Por supuesto todo bien regado con tinto Malbec y blancos Ripettin, para culminar con un brindis con champan Saint Remiens, mezclado con postres helados de higos abrillantados y frutillas.
Concluido el almuerzo siguió el baile, con sus variaciones de tangos y milongas a cargo de la típica Ardans y la Jazz May Flurver, con otros ritmos para los más jóvenes.
Estaba relinda la fiesta, El jefe comunal pasaba abrazado a su secretaria, preciosa ella, haciendo cortes y quebradas en la música ciudadana a los saltitos, despatarrándose, en la otra. El secretario también tenía lo suyo.
Sus arrumacos eran un poquitín más sensuales y el diputado José le susurraba algo al oído a su compañera, un rubión de pelo largo.
Todo iba muy bien. Cada cual con su cada cual cuando comenzaron a manifestarse los síntomas,
Un leve dolor de cabeza y un malestar general que se fue intensificando.
Aumentaron las ganas de vomitar y al ratito se hicieron reales. Los incontenidos vómitos fueron llenado de semi digeridas comidas el reluciente piso de parquet.
Calló la música y los gritos, sobre todo de las mujeres, colmaron el ambiente. -¡Aaaayyy! ¡Me muero! ¡Me muero! -¡Llamen a un médico! ¡Un médico, por favor! Cundía el descontrol y reinó el pánico. -¡Una ambulancia! ¡Llamen a la ambulancia!
Algunos, no tan afectados, trataban de auxiliar a los caidos, que se ahogaban entre convulsiones.
El doctor Maniré, todavía en sus razones empezó a actuar:
-¡Pronto! ¡Pronto! ¡Hablen al hospital! Es urgente. Muy urgente.
Otro médico presente dijo:
-¡Esto es una intoxicación general! ¡O algo peor!
-¡Puede ser un atentado!- opinó un un senador aún no atacado.
-¡Los alimentos estaban envenenados!
Entre tanto disturbio y gritos al final llegó un poco de calma con las diez ambulancias y gran cantidad de doctores y enfermeros que se hicieron cargo.
Pero fue terrible.
La tan preparada y linda fiesta tuvo un triste y trágico final.
Ocho muertos en el lugar y veinticinco internados en terapias intensivas.
Entre los fallecidos estaba un diputado, un senador y el intendente de la ciudad.
Del funesto suceso se hicieron eco todos los diarios y canales de televisión de la República.
Después de los análisis el diagnostico fue contundente:
¡Envenenados!
Se acusó a las fuerzas opositoras pero nada tenían que ver.
Un estudio mas detallado detecto que los alimentos usados estaban en perfectos estado.
Solo se comprobó que en el jamón había algunos restos de un veneno muy fuerte y eficaz para matar loros.
Pero ¿De dónde había salido?
Nadie sabía. Ni adivinarlo siquiera.
¡La venganza del Francisco se había cumplido!
Es mas. La terrible noticia recorrió el mundo. Todos se emocionaron. ¡La ciudad estaba maldita!
De a poco los llamados hombres malos se alejaron del lugar. Los ricos y poderosos huyeron todos.
Mermó la población. Solo quedaron los pobres que no tenían donde ir. Paulatinamente ocuparon los parques y jardines abandonados.
Resurgieron algunas quintas. Aparecieron los viejos oficios: albañiles, carpinteros, panaderos,... Como había muchos gurises y cada vez más pues los partos las amaestras siguieron en sus puestos y la gran mayoría de empleados también.
Como antes, la gente se conocía y se saludaban.
-Buenos días-
-¿Qué tal?
-¿Cómo anda la patrona?
A la tardecita los vecinos sacaban a la calle sus sillas y sillones.
Todo era paz, alegría, bondad.
El pueblo seguía siendo ciudad. Pero ahora era igual que antes.
Sus habitantes eran todos buenas gentes.
MIGUEL SILVESTRINI. GCHU, 02/02/10
2 comentarios:
Maestro Silvestrini: lo distingue el valor para decir verdades mediante lo ficcional. Lo admiro.
Espero que no me haga juicio por la publicación: fue a pedido de Strack, nuestro querido amigo. Ja ja. Besos!
...qué es poesía?!...
salud!
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