domingo, 13 de abril de 2008

LUIS CASTILLO




Tengo que sentarme un día a escribir y a contarles de Luis Castillo, de la persona con mayúsculas que es, del escritor inmenso que es, de su tarea social, humana, profunda y generosa.
He elegido este cuento para que mis amigos lo conozcan, para que quien nunca lo leyó sepa que en Gualeguaychú hay un gran narrador, que nació en Tucumán pero que adoptó esta ciudad definitivamente.

LA ÚLTIMA CENA

Perfecta. ¿Qué otro calificativo puede tener esa obra maestra? ¿Cómo el genio del hombre puede ser tan enorme como para plasmar en una pintura tantas emociones, tanta palabra no dicha? ¡Cuánta expresión en esos rostros mudos, en esas manos quietas, en esos ojos ya sin brillo por el tiempo! Genio. Maestro. Loco. Nadie en sus cabales puede explorar el alma humana y exponerla con tanta impudicia. ¿Alguien puede, desde la cordura, saber lo que pensaba Jesús y plasmarlo en esa mirada? Loco. Genio y loco. ¿Acaso pueden separarse uno del otro?
Pantaleón tiene 56 años y un profundo amor por la pintura. Su goce ante una obra de arte sólo se compara al dolor que le produce el saber que sus manos jamás serán capaces de hacer algo como lo que él admira. Ama y odia. Admira y abomina. Comprende a Salieri, aunque no puede evitar sentir pena por ambos, odio por ambos.
Pantaleón es crítico de arte, el mejor quizás; al menos el más reputado y respetado y su opinión a través de su columna en el periódico o en alguna charla informal tras alguna muestra, logra el ascenso vertiginoso o la muerte virtual de quien se precie de artista o aspire a serlo. Observa las pinturas como un perro de presa y deja que su instinto actúe, perciba y ejecute. Al enfrentarse con algo que lo subyuga, sufre, llora, clava las uñas en las palmas de las manos hasta que sangran; en esas manos inútiles que siempre estuvieron disociadas de su mente pródiga en ideas y sensibilidad. Puede admirar la belleza, destruir a sus malos imitadores, pero no puede crear. Todo su conocimiento y su virtud sólo sirven para mostrarle el tamaño de su frustración, de su incapacidad, de todo lo que jamás podrá llegar a hacer. A los malos pintores apenas los desprecia, los ignora; a los otros los odia, los ama, los aborrece, lame sus obras con los ojos como un perro lame sus heridas. Y llora en silencio.
En su casa, un enorme loft en donde la decoración es una muestra prodigiosa del manejo de luces y sombras, sólo hay una pintura. Paradójicamente no es original. Es una copia: La última cena, de Da Vinci. Y frente a ella vive y frente a ella muere un poco cada día. Un poco más, quizás, que lo que todos morimos cada día por ese hecho tan banal que es estar vivos. Pantaleón habla con Jesús, con cada uno de los apóstoles que lo flanquean, habla con el pan, con el cáliz, con el mantel bordado, con las barbas de los pescadores, con la mirada del Nazareno, con el bochorno de Judas o el cinismo de Pedro. Habla con ellos, con cada uno, con cada pincelada, con cada color, cada tonalidad. Y siente a veces que es parte de ese cuadro. Aunque aún no descifra cuál. Pantaleón bebe sorbo a sorbo una copa de champaña sentando sobre un cómodo sofá de color blanco inmaculado. “Ningún color merece estar frente a esa obra.”, sentencia. Desde algún lugar de las paredes brota música, una melodía suave que lo envuelve todo, incluso a él. Madama Butterfly gime porque comprende que nunca tendrá consigo el amor de su vida, y la voz dolorosa de la soprano abre llagas en su pecho agitado. Pantaleón bebe y llora. Y el llanto empaña la visión de ese pan que se abre entre las manos del Pescador. Sólo hombres solos, piensa. Todos detrás de Él, al lado de Él. No hay mujeres en ese mundo maravilloso. Sólo hombres que no ríen, quizás sufren, seguramente esperan.
Pantaleón es virgen. Nunca precisó del sexo. Curiosamente, cuando de joven tenía poluciones nocturnas, el recuerdo de sus sueños no estaba cubierto por mujeres ni por hombres sino por pinturas; tan abstractas como la esencia misma de los sueños; tan etéreas como las alucinaciones; tan inasibles como las quimeras. Soñaba cuadros que jamás pintaría, tan bellos que su sola belleza justificaba esa muerte reversible que es el dormir, tan ajenos a él como su mente, tan inaccesibles como la felicidad eterna. Y despertaba desesperado, ahogado en llanto, tratando de atrapar imágenes efímeras como el humo y con su entrepierna mojada con el descolorido líquido de la sinrazón. Desgaste inútil. Ritual inconciente y animal. Madama Butterfly dice: Mejor morir con honor que vivir con deshonra. Pantaleón asiente en silencio. Pero, ¿quiénes, se pregunta, merecerían vivir entonces? ¿Los ignorantes, los cobardes, los que matan, los que roban, los que gimen, los que violan, los que fabrican armas, los que fabrican virus? ¿Las prostitutas, los dementes, los imbéciles? ¿Los gobernantes, los esclavos? Grita y su voz se pierde entre los tules suaves que cubren las ventanas. ¿Los proxenetas? ¿Los torturadores? ¿Los pedófilos? ¿Quién? Mira a los ojos al Nazareno y su voz se quiebra en llanto. ¿Quién? ¿Yo? ¿Yo merezco vivir si no soy capaz de dar mi corazón ni dar mi sangre? ¿Merezco yo, acaso, mirarte a los ojos y que me entregues algo mínimo de tu mirada? Mundo imperfecto, mundo absurdo, basta sólo con mirarlo para darse cuanta de que quién lo hizo no era artista, quizás apenas un dios, pero no un Da Vinci, alguien capaz de mostrar lo poco de humanos que tenemos los humanos, alguien capaz de dar una señal que nos indique que hay alguien que puede redimirnos de nuestra condición de bestias. Pantaleón camina lentamente hacia la gran ventana desde donde puede apreciarse, casi a sus pies, toda la ciudad. Torbellino de luces, blancas, rojas, verdes, amarillas, fogonazos insonoros desde la altura y el aislamiento del departamento. No es fácil descubrir si el cielo estrellado es un reflejo de la ciudad o viceversa. Tan pobres se ven ambos que casi ni se diferencian. Pantaleón menea la cabeza y cierra nuevamente las cortinas. Regresa lentamente hacia el sofá, a la copa de champaña y a la ópera. A la imagen perfecta. A la frustración perpetua de saber que nunca alcanzará a conocer el sabor de ese pan ni el sabor de ese vino.

Héctor Luis Castillo nació en la provincia de Tucumán. Es médico egresado de la Universidad de Buenos Aires y ejerce su profesión en Gualeguaychú, ciudad donde vive desde 1984. En 1988 publicó "El asilo del Minotauro", su libro de poemas; ha participado también en diferentes antologías de poesía y de cuento. Fue fundador y director de la revista Gente de Letras de Gualeguaychú durante más de diez años. Integra la Comisión Directiva de la Sociedad Argentina de Escritores Seccional Gualeguaychú. Su libro “Souvenirs del infierno” obtuvo el Segundo Premio en el Concurso Literario Gualeguaychú “Luis Manuel Portela”. Ha dictado conferencias y participado en mesas redondas; ha colaborado en numerosos diarios y revistas literarias, y ganado diversos premios, tanto en género poesía como cuento.

2 comentarios:

Lilí Muñoz dijo...

El lenguaje acuciante, jadeante, de La última cena va construyendo un personaje, el protagonista. El remate del cuento, la frustración, también marca los delirios. La mixtura de voces desde el narrador avanza en intertextualidades genéricas.Me resulta un texto logrado, que busca la lectura "sentipensante", al decir de Eduardo Galeano.

Anónimo dijo...

Un texto muy logrado. Escrito con oficio y valentía. Llegué al final casi sin aliento, ahogada en la frustración del color que, alguna vez, sentí. Felicitaciones al autor y a usted, Susana, por acercarnos este material tan valioso. Gracias
Alicia Perrig

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